Rosa ( versión castellana )

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La gente que tenía por costumbre encontrarse en el nuevo cementerio del pueblo de San Juan hablaba a menudo de ese hombre que veían, sentado delante una tumba austera de mármol gris. Todos los días, depositaba allí una rosa roja : pues la joven que descansaba se llamaba Rosa y le gustaba el rojo.

“¡Tan joven y ya quebrantado !” se lamentaban algunos ancianos del pueblo. Pero nadie nunca le había preguntado si deseaba ayuda. Se encontraba allí, y los habitantes acabaron por acostumbrarse, como nos acostumbramos al cambio de estación. No se sabía donde vivía ; era un extranjero de Dios sabe dónde, llorando una muerte trágica. Rosa era conocida, aquí, en San Juan. Una joven encantadora, altruista y generosa, casada con un hombre demasiado viejo para ella. Descendía de una noble familia, y no había podido elegir su esposo ; pues si, eso se hacía todavía. Pero les gustaba creer que vivía feliz. La sonrisa en los labios, iba a visitar a la señora Benítez dos veces al día. Compraba sus puerros y sus patatas cada jueves en el mercado e iba a recoger el pan en la panadería de la esquina cada tres o cuatro días.

Pero un día, desapareció. La señora Benitez esperó, pero nadie llamó a su puerta para traerle su buñuelo de manzana. El frutero no vió a su cliente favorita La noticia se difundió rápidamente por el pueblo :

Habia muerto.

Tirada bajo las vías del tren que pasaba todos los días a las doce.

Esa joven de veinte años tan feliz, fallecida tan brutalmente, dándole la muerte un hermoso dia de primavera.

La primavera era su estación favorita. El mes de abril era su favorito. Murió el doce de abril.

Así, nadie conocía al hombre venido a buscar la tristeza de su tumba. Se pensó que era su hermano ; pero Rosa Baeza era hija única. Quizá su amante ; pero nadie le había visto antes. Pues un día , el señor de Ribera decidió ir a hablar con ese desconocido. Se acercó despacio, apoyándose en su bastón para no caerse. Se aclaró la garganta para llamar la atención del joven, sentado delante la tumba. Ese último giró la cabeza suavemente y observó a ese viejo de piel marchita y bigote gris. Tenía una sombra sobre sus pupilas azules, un velo que le envejecía la cara varios años. Fue la primera vez que le hablaron.

– ¿Señor ?

– Joven !

Se quedaron así un momento, arrojándose miradas intrigadas el uno al otro antes que el señor de Ribera decidiera preguntarle la cuestión que le atormentaba desde hace tiempo.

– Disculpe mi indiscreción, ¿pero quién es usted ?

Entonces él simplemente respondió:

– Me llamo Alonso.

El señor de Ribera le dedicó una pequeña sonrisa, insinuando que no era realmente la respuesta que estaba esperando. El llamado Alonso dirigió de nuevo su mirada triste hacia la piedra gris y dijo con melancolía:

– Rosa era todo para mi. Era… mi luz. Mi sol.

Su voz se rompió. El anciano se quedó un momento, deseoso de saber más. Cristofer se dio cuenta de que no había nunca hablado de Rosa a nadie. Describirla en voz alta encendía su alegría de antes, cuando sonreía bajo la puesta del sol, tumbada en la hierba cerca del río.

– Era amable, dulce… una mujer de las más elegantes que pude encontrar. Vivíamos al lado, su padre era un noble, solo pensaba en sí mismo y era muy orgulloso. El mio era periodista, jefe de redacción. Nuestras familias no poseían la misma riqueza, ni el mismo patrimonio, pero esa diferencia nunca le había impedido venir a visitarme.

Una lágrima resbaló por su mejilla. Se la limpió con su mano con un gesto rápido, y siguió.

– A sus dieciséis años, su padre decidió casarla ; sabía que iba a ocurrir, pero cuando se fue, el vacío que dejó atrás me destruyó. Estaba tan acostumbrado a su presencia que no me había dado cuenta hasta qué punto la amaba.

Escondió su cara entre sus manos, como si lo que acababa de decir lo estuviera destruyendo por dentro. El señor de Ribera se acercó y puso su mano en su hombro, apretando ligeramente sus dedos con el fin de animarlo a continuar. Pero Alonso ya no podía. Veía de nuevo su rostro tan dulce y bonito, entornando sus ojos encima de su sonrisa, sus labios voluptuosos y rojos, listos para recibir uno de los besos más apasionados. Su pelo rizado que flotaba con el viento y su lazo rosa adornando su cabellera que caía en cascada en su espalda.

Y la volvió a ver varios años más tarde, los ojos desteñidos, y una sonrisa condenada dibujada en sus labios. No llevaba ninguna marca, ningún moratón ; su marido no la golpeaba, ni la pegaba ; era uno de esos hombres que se encerraba en su oficina todo el día, dando una sola pequeña mirada a su esposa que le estaba esperando en el sofá. No, no era su marido quien la hacía miserable, era la trivialidad de la vida, los días tristes que siguieron, inquebrantablemente. Había cruzado su mirada y se había esforzado en reconocerla. La luz que antes alumbraba su rostro se había ido. Quedaba únicamente la tristeza anclada en ella. No se atrevió a hablarle, siendo demasiado tímido para empezar una conversación después de tanto tiempo. Se contentó con mirarla, esa mujer tan guapa de cuerpo delgado, su falda con detalles florales que recordaba el principio de la primavera y el fin del frío del invierno. La miraba, y la quería ; porque siempre la había querido.

Dos días más tarde, estaba muerta.

Muerta porque nunca supo demostrarle su amor, muerta por aferrarse el uno al otro y rendirse tan cobardemente. Muerta porque nunca se animó a correr tras ella, agarrar su mano y decirle “te quiero”. Muerta de tristeza, de dolor, acumulado durante tantos años. ¿Quién podría creer que la tristeza podía matar ?

Y ahora, su cuerpo yacía hecho jirones bajo el mármol gris.

El señor de Ribera entendió. El que vio a esa jovencita algunas veces, encima de su bicicleta verde y su cesta llena de verdura, se dio cuenta ahora de que su sonrisa solo era una máscara. Una sonrisa que reflejaba los lamentos de toda su vida.

El anciano no habló de esa conversación con sus compañeros. Guardó para él la historia de Rosa con su voz suave y su bicicleta verde cruzando todos los días el pequeño pueblo de San Juan. No volvió a ver al amante ; no supo lo que llegó a ser.

Cuando el señor de Ribera volvió algunos días más tarde a la tumba de Rosa, solo encontró una flor marchita de mucho tiempo.


Y se sorprendió pensando en la tristeza mortal que había quebrantado la vida de una rosa tan pequeña.


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